El despertar foráneo
El despertar foráneo
Cada mañana, los párpados
de un estudiante -arrumbado en una cama individual localizada al centro de una
habitación 4x4 en el Estado de México-, con pesadez y lentitud, dejan asomar
algunos rayos de luz tenue hasta colarse estos en su retina. Un pitido agudo
que impacta en su tímpano como campanada breve se esparce por la habitación,
pero su intensidad decrece conforme los milisegundos van deshojándose. Breves
instantes después, la campanada digital renueva su aparición y así hasta que el
estudiante se ve sentado a la orilla de su cama, viendo a profundidad un
pantalón colgado al otro lado de su habitación, dentro un clóset blanco con
manchas amarillentas en los extremos, que por cierto, denotan la corrosión de
sus materiales.
Con la camisa ya puesta
desde antes de haber caído rendido en el colchón hace cuatro horas, sólo suma
su pantalón y unos collares a su imagen. Desciende a la cocina y prepara el
desayuno que aliviará la voracidad de su estómago rugiente más adelante en el día.
Corta una manzana en trozos y en un pequeño recipiente de porcelana blanco
coloca también yogurt y nueces. La comida está lista, sus dientes recién
blanqueados, su aroma se confunde con la calidez de sus cobijas y el perfume
que tomó prestado de la habitación de su padre, quien por cierto ya ha ido a
preparar el carro para emprender el camino hacia Deportivo 18 de marzo.
La mochila ha sido
preparada con cargadores que procurarán la deficiente vida de su iPhone 7, la
comida ya está caliente y trata de mantener su temperatura dentro de la mochila,
escondiendo además en su cálido vapor un cuaderno corroído por el descuido de los
años, que lo han arrumbado, olvidado en su habitación.
El estudiante se sube al
vehículo con su padre, cierra la puerta y mira su celular para notar que a las
5:06 am ya están en marcha. Haber esperado quince minutos más pudo ser un error
claro para dos situaciones importantes: llegar puntual a su escuela y ver
profanado su espacio personal por una serie de desconocidos feroces en el metro
de la Ciudad de México.
Ambos, somnolientos y con
rígidos rostros, en su intento por no sucumbir a las invitaciones de Morfeo por
retomar el descanso, miran firmemente al frente. Música suena por las dos bocinas
del hemisferio izquierdo del carro. Una melodía de sintetizadores, guitarras
con reverberación y voces con presencia carismática ambientan la mitad del
vehículo en los 80´s, la otra mitad sólo es contagiada por las bocinas aún
funcionales, pero disrumpiendo con la creación de ambiente cupular nocturno
dentro del carro.
El rígido rostro que el
estudiante intentaba mantener y la conversación suave con su padre no fueron
suficientes. Sus gestos se ablandaron, sus ojos se cerraron paulatinamente, y los
faros traseros rojos de vehículos en la autopista México-Pachuca, que
visualizaba frente a él, comenzaron a esparcirse en formas indefinibles.
Una mano dócil y tierna
en el hombro del dormido lo aleja nuevamente del sueño. El estudiante toma su
mochila, se pone un gorro que tomó de manera aleatoria, sale del vehículo y se
dirige a las escaleras subterráneas que llevan a los andenes del metro. Luces
en el techo de fulgor blanco dilatan sus pupilas. Un hombre de aspecto fornido,
camisa azul y pants de corredor camina vacilante al final de las escaleras,
mientras con su celular parece estar esperando a alguien. El alumno en camino
vuelve a mirar su celular, retirándolo ahora del hueco escondido en su
sudadera. Son las 5:39 am
Pasos presurosos
persiguen la llegada del colegial al metro. Algunos cuantos logran alcanzarlo,
pero otros tantos son dejados atrás por la determinación del somnoliento chico
que busca la dirección “Metro Universidad”. Pocos rostros se cruzan en los
puntos de transborde, pero muchos otros están a punto de conglomerarse en
tumulto infranqueable en la disponibilidad del escondite bajo tierra. De
cualquier manera, en la aun tranquila presencia de individualidades en el
sistema de transporte citadino ya es notable la pluralidad de motivos,
personalidades y características físicas de la diversidad que masifica las
calles de México.
El anaranjado metro se aproxima,
cincelado por el arte de la urbanidad decadente. El estudiante observa
atentamente los pasillos color crema al interior del tren moderno,
obstaculizados con: postes delgados de metal engrasado por el tacto humano,
asientos de plástico estratégicamente colocados que ocasionan la competencia
muda e incesante del “¿quién se sentará primero?”, y por algunas personas que,
con ojos en direcciones contrarias, esperan expectantes la escala en 18 de marzo.
Con suerte, el chico de
mochila roja, acalorada por su comida que se mantiene fiel a su salida del
microondas, logra esquivar las miradas de deseo de sus rivales por acaparar el
vacío asiento, el cual era objeto de capricho matutino desde que las puertas
eléctricas dieron bienvenida al vagón.
Muchas capuchas ocultan
las identidades de posibles trabajadores y alumnos que allanan el metro a horas
de indecencia temprana. A la distancia, entre los cuerpos anónimos a veces se
distinguen algunos rasgos peculiares. Algún hombre demasiado alto que parece emerger
de la multitud, alguna cabeza con gel brilloso y meticulosamente acomodado que se
distingue del de melena deshidratada y rebelde, alguien trajeado cerca, alguna mujer
que procura no ser agredida, alguno que otro con demasiadas chamaras, alguno de
camisa floreada, otros tantos con miradas cansadas y bolsas colgantes bajo sus
ojos, otros tantos risueños junto a sus acompañantes. Millones de rostros.
Millones de crónicas. Todas interpretadas por un estudiante mirón que, al
compás de sus auriculares inalámbricos inhibidores del exterior, crea
escenarios ficticios para cada una de las víctimas de su campo visual.
Toda la línea del metro
es transcurrida, aprovechada por el estudiante para leer lo encomendado para su
primera clase. Las pocas personas que quedaron hasta el final descienden al
unísono del vagón. Casi todas salen hacia la derecha de la estación de metro,
apuntando con su nariz a la entrada de Ciudad Universitaria, otras almas se
pierden en motivos ajenos por el lado izquierdo.
El estudiante siente la
contradictoria disminución de temperatura a las 6:30 am. Compra el primer café ofrecido
por uno de esos negocios tentadores que anteceden la primera estación del
Pumabús. Con un americano amargo en la mano derecha, la mochila colgante al
hombro izquierdo, y el cubrebocas pandémico siendo detenido por una sola oreja,
consume a sorbos su café hasta que caminando llega a las instalaciones de su
facultad. Exhala satisfecho el estudiante por haber bebido un dulce elixir de
clara inefabilidad, no el café, sino el sentimiento universitario que invade el
cuerpo apenas se llega a Metro Copilco.
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